La Constitución Española
establece que la forma política del Estado español es la Monarquía
parlamentaria; determina que la Corona de España es hereditaria en los
sucesores de S.M. Don Juan Carlos de Borbón; y da preferencia en la sucesión al
hijo varón del Rey. Por tanto, el ascenso de Felipe de Borbón a la Jefatura del
Estado español es acorde con la Constitución. Felipe VI será un Rey legítimo.
Tan legitimo como lo es proponer
una modificación de la Constitución de 1.978, o una nueva Constitución, para lo
cual solo es necesario seguir el procedimiento establecido en el Título X de la
vigente, el cual exige un referéndum para la ratificación de la modificación
cuando esta tenga un determinado alcance o lo solicite una parte de las Cortes
Generales.
Tan legítimo como exigir en la
calle a los partidos políticos, al Gobierno, que promuevan un referéndum consultivo,
al amparo del artículo 92 de la Constitución, para que los ciudadanos españoles
se pronuncien sobre la forma política que consideran más adecuada para el
Estado español en los momentos actuales: Monarquía, República , Estado Federal,
etc.
Visto lo visto, está claro que
los principales partidos que suscribieron el pacto político y constitucional
que sirvió de soporte a la Transición, PSOE y PP, no consideran ni necesario,
ni oportuno afrontar un proceso que no saben a dónde conduciría. Se impone en
ellos la prudencia que aconsejó, en 1.978, impulsar un camino pausado y, en
teoría, seguro, al contar con el beneplácito tanto de las fuerzas democráticas
como de los poderes fácticos que en aquellas fechas intentaban administrar el
legado franquista.
Pero también, visto lo visto en
los últimos días, no es aventurado pensar que más antes que después, más pronto
que tarde, se abrirá paso la idea de que el agotamiento de la primera
Transición y, sobre todo, la grave crisis institucional, política y económica
que asola a España obliga a abordar un proceso en el que, entre todos,
definamos que queremos que sea nuestro país en pleno siglo XXI.
En mi opinión, es llegado el
momento de abordar una profunda reforma constitucional, que refuerce los
principios inspiradores del Estado social y democrático de Derecho que nos
dimos en 1.978, incorporando a los de libertad, justicia, igualdad y pluralismo
político, otros como el de la participación, transparencia, o laicidad; una
reforma que recupere para los ciudadanos la soberanía perdida a favor de los
mercados con la modificación nocturna y alevosa del artículo 135, establezca líneas
rojas infranqueables en defensa del estado de bienestar y blinde los servicios
públicos esenciales; una reforma que aborde una nueva configuración federal del
Estado en la que tengan cabida la solidaridad y las legitimas aspiraciones de
los ciudadanos catalanes, vascos o murcianos; una reforma que, - tras oír la
voz de los ciudadanos en un referéndum consultivo-, establezca si la forma
política del Estado español sigue siendo una Monarquía parlamentaria o pasa a
ser una República democrática.
Ojalá, en los primeros años del
reinado del legítimo Felipe VI, seamos capaces de abordar ese proceso que requiere
mucha altura de miras, pero que es imprescindible si queremos abortar la deriva
de un país que se desangra social, económica y políticamente. Especialmente
creo que esa altura de miras debe estar presente en quienes protagonizaron
políticamente la primera Transición que, -además de elogiarle hasta el baboseo
en algunos casos-, podían seguir el camino trazado por Juan Carlos I con su
abdicación, dando paso con ello a las nuevas generaciones de españoles y
españolas, tan preparados o más que el heredero para asumir el protagonismo que
reclaman y que les corresponde. Si no lo hacemos, si no lo promueven los
principales partidos políticos, es previsible que los ciudadanos protagonicen
nuevas mareas que se lleven por delante los restos del naufragio de la primera
Transición; mejor para todos que con el reinado de Felipe VI se inicie una
nueva Transición que, ahora sí, rompa con los vestigios del antiguo régimen.
Mi opción está clara: Larga vida
al ciudadano Felipe de Borbón, corta vida al Rey Felipe VI.
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